ArtículosEstudios Fronterizos, vol. 14, núm. 27, 2013, 151-182

Prensa y nacionalismo en Baja California durante la Segunda Guerra Mundial


Media and nationalism in Baja California during World War II


Víctor M. Gruel Sández*


* Docente de la Facultad de Ciencias Humanas. Universidad Autónoma de Baja California.
Correo electrónico: sintomasintacticos@gmail.com


Artículo recibido el 24 de enero de 2012.
Tercera versión aprobada el 17 de octubre de 2012.


Resumen

El propósito de este trabajo es explicar algunas representaciones periodísticas del Territorio Norte de la Baja California. El corpus de textos que componen el presente artículo documentará diferentes versiones sobre el pasado de la península desde la naturaleza discursiva del lenguaje político. Los bajacalifornianos aparecerán representados por los periodistas, luchando por erradicar la imagen de un lugar aislado, deshabitado y lleno de estadunidenses. El discurso editorial de la prensa de Tijuana, Mexicali y ciudad de México será analizado al calor de los conflictos regionales, nacionales e internacionales. La opinión pública fue un espacio donde la gente de Baja California negoció el nacionalismo, mientras el mundo se colapsaba durante la Segunda Guerra Mundial.

Palabras clave: Baja California, nacionalismo, opinión pública, periódicos, Segunda Guerra Mundial.


Abstract

The purpose of this work is to explain some journalistic representations of the Northern Territory of Baja California. The body of documents that pertain this article, will document different versions of the past of the peninsula, from the nature of political discourse. Bajacalifornians will appear represented by journalists, struggling to eliminate an image of an isolated, uninhabited place filled with U.S. citizens. The editorial portrayal of the Tijuana, Mexicali and Mexico City press will be analyzed in context with the regional, national and international conflicts. Public opinion was a ground where the people of Baja California negotiated the nationalism, as the rest of the world collapsed with World War ii.

Keywords: Baja California, nationalism, public opinion, newspapers, World War II.


Introducción1

A lo largo de su historia Baja California experimentó algunos intentos de anexión a la Unión Americana. El de mayor repercusión fue protagonizado por William Walker, un aventurero estadunidense que se enfrentó a los rancheros nativos liderados por Antonio María Meléndrez, agrupados bajo la consigna de defender el territorio nacional de los “filibusteros” (Magaña, 2010:441–467). Más de 50 años después, la amenaza —real e imaginaria— de una invasión estadunidense propició que los acontecimientos ocurridos entre enero y junio de 1911, encabezados por Ricardo Flores Magón, fueran interpretados como “filibusterismo” también (Samaniego, 1994:64–65). Algunas miradas pasadas y contemporáneas siguen fijando dicho significado en la historia mexicana. La defensa que rancheros y soldados hicieron de La Frontera, entre 1853 y 1854, fue motivo de orgullo en pleno siglo XX. En la ciudad de México esta idea no la compartieron los gacetilleros que dudaron de la mexicanidad de los habitantes de Baja California.

Los acontecimientos de 1911 sembraron entre los habitantes de Mexicali y Tijuana una serie de confusiones acerca del ideario revolucionario de los invasores. Observando tantas intervenciones en el pasado, difícilmente le atribuyeron un significado diferente al de “filibusterismo” (Martínez, 2006). El trabajo desempeñado por algunos periodistas, en especial los reportajes del oaxaqueño Rómulo Velasco Gallego (Samaniego, 2008:17) y de Pedro Vázquez Cisneros, “redactor de Excélsior”, en la década de 1950 (Martínez, 2006:254), sirvió para desinformar sobre “la revolución del desierto”. La prensa nacional e internacional, y en consecuencia algunas fuentes históricas, reprodujeron esta interpretación prejuiciada.

La península bajacaliforniana, en los confines del territorio mexicano, siempre mostró los signos de la inmediata amenaza del expansionismo estadunidense. Desde Palacio Nacional, Mexicali y Tijuana fueron poblados distantes, más accesibles a los Estados Unidos, país que invadió suelo mexicano entre 1846 y 1914. Por ende, la historia de las relaciones entre ambos países no siempre contempló una mutua comprensión, siendo la península bajacaliforniana motivo de controversias (Moyano, 1983:21–29). La sección editorial de los periódicos de Tijuana y Mexicali se encargó de desmitificar los imaginarios históricos que la opinión pública nacional e internacional construyó sobre el Territorio Norte de la Baja California.

Durante la Segunda Guerra Mundial, los bajacalifornianos no debatieron su situación interoceánica —estratégica desde el punto de vista militar—, más bien pensaron su identidad nacional. El tipo de identidades fundadas en el Estado–nación no existe, sólo es un discurso histórico (Knight, 2007:195–199). En los límites de la nacionalidad mexicana, los bajacalifornianos identificados como nativos recibieron, por parte de los capitalinos, el mote de “terrinorteños” (Taylor, 2000:59). Los periodos presidenciales de Lázaro Cárdenas y Manuel Ávila Camacho provocaron que ciudadanos y periodistas bajacalifornianos discutieran la incorporación material y simbólica del Territorio Norte de Baja California a la República Mexicana.

El propósito de este artículo es analizar las representaciones periodísticas en torno al nacionalismo bajacaliforniano. Dos paradigmas servirán de coyuntura para este análisis: la política exterior estadunidense de buena vecindad y la política mexicana de unidad nacional. Las repercusiones de ambas políticas tendrán por efecto destacar el papel desempeñado por Baja California durante la Segunda Guerra Mundial. Por último, este artículo analiza 11 textos periodísticos publicados en Tijuana, Mexicali y la ciudad de México. El criterio de inclusión consistió en retomar textos que hablaran sobre nacionalismo. No consideramos el tamaño de la nota, ni la cantidad de palabras. La selección sólo juzgó la relevancia teórica de los textos, es decir, no hubo ningún criterio estadístico. Al final del documento, la bibliografía y hemerografía muestran los datos de ubicación y publicación.


De Comités Pro–Estado al nativismo

En septiembre de 1931, durante la gubernatura del militar michoacano Arturo Bernal, se fundó en Mexicali la Revista Minerva, publicación mensual de variedades (Trujillo, 2000:127). Mes tras mes, José Castanedo distribuyó los números de la revista entre Sonora (su estado natal) y Baja California. La publicación se caracterizó por presentar iconografía católica y patriótica en portada e interiores. Los numerosos tirajes que Castanedo financió con publicidad de tiendas de abarrotes y autopartes mostraron a un director preocupado por pulir un estilo periodístico e informar en términos oficiales. Casi siempre, los temas discutidos en la Revista Minerva fueron interpelaciones directas al aparato político. El presidente de México y los gobernadores del Territorio Norte, impuestos por el primero, fueron cuestionados. Una de las características de la publicación fue su capacidad de evocar los programas políticos de administraciones pasadas.

En mayo de 1936, el editorial “Poblar es gobernar” asumió los puntos de la política poblacional cardenista, al expedirse la Ley General de Población (Cruz, 2007:92). “Poblar al Territorio Norte lo más densamente posible”, apuntó el director de la Revista Minerva, “comunicarlo con Sonora a través de la garganta del Colorado y del desierto de Altar por medio de un ferrocarril y de una carretera” (Castanedo, 1936). También exhortó a las autoridades mexicanas a impulsar el desarrollo marítimo del Golfo de Cortés y del Pacífico mexicano. Sin embargo, el panorama planteado fue más político que pesquero: “Todo esto sólo lo hará un gobierno […] que sepa aprovechar la cooperación de la gente apta, capaz y entre los nativos y no–nativos [gente] animada de los mismos nobles sentimientos en pro de la península y que posee […] conocimientos concretos de los problemas y condiciones generales de esta entidad” (Castanedo, 1936).

El director de la Revista Minerva cuestionó los ideales posrevolucionarios. Los textos que escribió proponían muchos ejemplos de mexicanidad a sus lectores. Por ello, al hablar del gobierno local se refirió al nativismo clásico de la California estadunidense como algo que habría que evitar. El nativismo es una corriente ideológica que rechaza las corrientes migratorias, en pos de defender a los pobladores nativos. Para el caso californiano, a mediados del siglo XIX, el nativismo surgió cuando las actividades económicas fueron “más individualistas, el gobierno más ineficaz y el proceso migratorio más acelerado” (Pitt, 1961:23). En Baja California esta corriente apareció a finales de la Revolución mexicana. Según las familias arraigadas, la migración indeseable fue la de políticos foráneos, por lo que en 1920 algunos clubes democráticos de Ensenada exigieron al presidente Álvaro Obregón la designación de un “gobernador nativo”. Obregón cumplió su promesa y Epigmenio Ibarra Jr. ocupó la gubernatura del Distrito Norte de la Baja California pocos meses (Samaniego, 1998:145–195; Taylor, 1999:96).

A la par que el régimen posrevolucionario encontró caciques, caudillos y jefes políticos en las distintas regiones mexicanas, el centralismo se organizó como un sistema que funcionó a costa de la oposición lugareña. Desde antes de la Revolución mexicana existió una rivalidad simbólica entre el norte y el centro del país (Williams, 1990:299). Por eso, la línea editorial de la Revista Minerva argumentó, en pos de la objetividad, la importancia de tener un buen gobierno, siendo el amor al terruño un dato intrascendente. Castanedo deseaba que Baja California afianzara los puentes materiales con México y sólo las medidas promovidas por Lázaro Cárdenas habrían de posibilitarlo. A pesar de la severidad con que criticó a los nativistas, el periodista publicitó su propuesta:

No vamos a ocuparnos ahora de la idea lanzada por algunos nativos de crear el Estado Libre y Soberano de la Baja California, porque nos parece prematura, y su gestación, por su propia naturaleza emanada de la política, puede dar lugar a la multiplicación de esta y de políticos desorientados o nefastos de ambiciones personales […] El “Comité Pro–Baja California”, que ampara la idea del Estado Libre, merece todo el respeto, estímulo y ayuda efectiva en sus actividades, en las que se consideran los problemas apuntados anteriormente; pero por ahora debe mejor curar la resolución de los mismos (Castanedo, 1936).

En este llamado a la mesura nativa, el editor se asumió como foráneo. Por ello, juzgó inadecuado el programa de los Comités Pro–Estado, organizaciones compuestas por burócratas, empresarios y profesionistas, la mayoría nacidos en el noroeste de México. Entre 1929 y 1948, éstos “surgieron con el propósito de […] canalizar el movimiento a favor de la conversión de la parte septentrional de la península en estado” (Taylor, 1999:76). Taylor no mencionó, dentro de su interpretación moderada, la existencia de nativismo al interior de los Comités Pro–Estado. En cambio, pensó que las gestiones externas habían sido más fuertes que el deseo autonomista nativo; siendo la figura presidencial más relevante que el liderazgo local. “El gobierno cardenista también hizo concesiones a la autonomía regional [...]

Lázaro Cárdenas dispuso que el personal […] del aparato administrativo local deberían ser nativos de los territorios” (Taylor, 1999:96). En otro texto, afirmó que el “consenso general” estableció que no hubo “una injerencia significativa de la población nativa” (Taylor, 2000:48).

En Quintana Roo, como coincidencia de la vida periférica, existió un fenómeno semejante. El nativismo y los Comités Pro–Estado fueron la bandera quintanarroense, en calidad de “territorio federal” (Macías, 2007:100). El centro caló en ambas penínsulas, y por algún motivo, la Revista Minerva no abanderó la causa nativa. Tal vez Castanedo mencionó a los Comités Pro–Estado porque éstos se anunciaban en su revista. Reconociendo una cierta validez de la postura nativa, más bien exhortó a sus lectores a reconsiderar las cosas. Lo importante sería integrarse a la geografía mexicana a través de las carreteras, locomotoras y vías marítimas; el reparto de puestos en la administración pública y el lugar de nacimiento de quienes ocuparían éstos, serían cuestiones secundarias.

Los editoriales fueron un espacio periodístico donde el propietario desprendió sus opiniones más allá de prosélitos o patrocinios. Esto no ocurrió con Castanedo, quien recordando la postura oficial, sugirió y recordó los requisitos demográficos que impuso el presidente. La política de población exigió a los territorios federales que aumentaran su población a 80 000 habitantes, “para la conversión de territorio a estado” (Cruz, 2007:102–105). Como parte del “plan de integración nacional de Baja California”, Lázaro Cárdenas “recomendó [a la Secretaría de Gobernación] que las propuestas de gobernador tuvieran el requisito de ser nativos o residentes con una antigüedad de […] cinco años” (Cruz, 2007:110). El presidente también promovió la colonización del norte con mexicanos repatriados: “El gobierno provocará la inmigración de mexicanos a la Baja California entre los que actualmente viven en la Alta California, Arizona y otros lugares de los Estados Unidos, así como de México para poblar esta región […] El capital va a todas partes, huye de donde se le hostiliza y las regiones que abandona perecen en la bancarrota y la desorganización social” (Castanedo, 1936).

Con un escenario internacional dividido por los bloques socialistas, capitalistas y nacionalsocialistas, el mundo ofrecía pocas ideologías para escoger. A pesar de coincidir con la política poblacional cardenista, para Castanedo el desarrollo capitalista funcionaría bien en Baja California. El error de la Revista Minerva consistió en ignorar que no funcionó la colonización promovida con capital extranjero, tras las concesiones otorgadas por Benito Juárez e Ignacio Comonfort a empresas británicas. Para finales del siglo XIX, ninguna empresa extranjera atrajo a más de las 200 familias que el gobierno mexicano exigió a cambio de las concesiones (Taylor, 2002:67). En su momento, esta medida fue rechazada por la opinión pública, principalmente, en El Siglo XIX de la capital mexicana y en el Baja California, de La Paz, capital del Partido Sur de la Baja California. En ambos periódicos, “el diputado Ezequiel Montes reprochó al gobierno […] el haber vendido Baja California por un plato de lentejas” (Taylor, 2002:57). La equivalencia entre la península y un plato de la legumbre parece desproporcionada.


El buen vecino

La política de buena vecindad —respecto de México y América Latina— promovida por Franklin Roosevelt, presidente de Estados Unidos entre 1933 y 1945, fue un “bálsamo” para nuestro país (Loyola, 2008:217). La política del “buen vecino”, también conocida como “enfoque de relaciones hemisféricas”, gracias al “principio de no–intervención” calmó el ánimo anexionista de diplomáticos y empresarios estadunidenses (Collado, 2010:51; Pérez, 1993:67). Luego de la expropiación de latifundios y del monopolio anglosajón del petróleo mexicano, las relaciones entre México y Estados Unidos no quedaron en buenos términos. Los empresarios americanos presionaron al gobierno mexicano porque “Cárdenas incautó muchos millones de acres de propiedad estadunidense” (Hart, 2010:345). En noviembre de 1941 Manuel Ávila Camacho pactó con Estados Unidos el pago de 40 millones de dólares “por viejas reclamaciones agrarias”, a cambio de reparar algunas carreteras mexicanas (Loyola, 2008:218).

Del mismo modo que la política del “buen vecino”, la Segunda Guerra Mundial también transformó la historia bajacaliforniana (Mathes, 1965:326). No sólo se intensificó el tránsito militar en la bahía de Ensenada, sino que los diplomáticos de Franklin Roosevelt y Manuel Ávila Camacho pactaron el Tratado Internacional de Aguas, mismo que incumbió al Río Colorado y al valle de Mexicali (Samaniego, 2006). Mientras que diplomáticos de ambas naciones negociaron la cantidad de agua que México y Estados Unidos recibirían, surgió en California una fuerza opositora a dichos tratados. Diputados y senadores californianos emprendieron una campaña mediática que simuló un despojo imaginario de Baja California.2 En febrero de 1944 el diputado Carl Hinshaw propuso en los periódicos estadunidenses comprar la península. La proposición provocó distintas reacciones (Taylor, 2002:77–78).

La propuesta de Carl Hinshaw fue discutida en El Cóndor (Medina, 1944a), Labor (Pavón, 1944) y El Tiempo (Lelevier, 1944). Aunque falaz y sin mayor repercusión, resulta interesante analizar la propuesta de Hinshaw a partir del despliegue discursivo que produjo. Los periódicos publicaron interpretaciones que conviene describir. Distanciándose del Tratado Internacional de Aguas, los editorialistas discutieron las consecuencias del imaginario histórico del Territorio Norte de la Baja California. En la memoria escrita por Joaquín Bustamante (1999), uno de los diplomáticos que pactó el afluente mexicano de los ríos Bravo y Colorado (Samaniego, 2006:116–117), se registró la polémica:

El diputado Carl Hinshaw presentó el 7 de febrero de 1944 una iniciativa autorizando al secretario de Estado negociar con México la compra de Baja California “en el espíritu de mayor amistad de nuestros vecinos”. La legislatura de California autorizó un fondo de 75,000 dólares para publicidad […] La prensa de California afirmaba que el Tratado se había negociado prácticamente en secreto sin permitir que el sur de California expresara su opinión (Bustamante, 1999:244).

La propuesta de Hinshaw apareció cuatro días después de que Franklin Roosevelt y Manuel Ávila Camacho firmaran el tratado (Samaniego, 2006:319). Este último dato informa que la proposición del diputado californiano fue palabrería: a juzgar por uno de los actores del tratado, la compra hipotética de Baja California fue una “maniobra de confusión” (Bustamante, 1999:245). En los hechos, la propuesta de Hinshaw fue una cortina de humo que sólo confundía a los lectores locales.

La Segunda Guerra Mundial no sólo repercutió en los litorales del Pacífico a partir del tránsito multitudinario de tropas, barcos y aviones. En la frontera norte se organizaron “comités de defensa civil para casos de incendio por sabotaje o bombardeos, se declara el toque de queda y se apagan las luces de las ciudades para que no sirvan de blanco” (Trujillo, 2000:170). Los residentes fronterizos también lidiaron con apagones eléctricos y escasez de hidrocarburos (Velázquez, 2002:148).

Guillermo Medina Amor, editor propietario del semanario El Cóndor, criticó a Ezequiel Padilla, personaje de la política mexicana tildado de “fascista” (Pérez, 1993:66). Las declaraciones que a la prensa capitalina hiciera el secretario de Relaciones Exteriores motivaron la primera respuesta en Tijuana. Por aquellas fechas, el excandidato a la presidencia entraba en contacto con las autoridades de Estados Unidos, por lo que la propuesta de Hinshaw fue desestimada. Los únicos que resintieron el asunto fueron los bajacalifornianos.

Consciente de la importancia que cobró la península para el programa de seguridad nacional de Ávila Camacho, Medina Amor (1944a, 1944d) trató severamente a la diplomacia mexicana. La razón de esto fue que Ezequiel Padilla tardó una semana en responder a Hinshaw, argumentando que se trataba de un absurdo y no merecía ser tomado en serio. Incluso el gobernador del Territorio Norte de la Baja California no discutió el asunto. Juan Felipe Rico Islas, quien pasó de la jefatura de la Segunda Zona Militar, en El Ciprés, puerto de Ensenada, al Palacio de Gobierno, en Mexicali, se reunió con funcionarios de California entre agosto y septiembre de 1944 y tampoco les reclamó al respecto pues entonces comenzaba la agenda conjunta contra el tráfico de drogas (Astorga, 2003:40–45). Seguramente, el secretario y el gobernador detectaron el carácter falaz de la proposición del diputado californiano, por lo que optaron por no distraer la atención del Tratado Internacional de Aguas. Esto no ocurrió en El Cóndor. Para el periódico, se trataba de “un insulto a nuestra patria”:

Parece que la política del “buen vecino” no es muy atinada; pues nos estamos formando una exacta idea de los fines que con tanto ahínco vienen enderezando para acostumbrarnos a oír que tarde o temprano esta península pueda pasar al dominio de los ambiciosos, defensores de la libertad (?) de los pueblos débiles […] La inconsciencia de Hinshaw […] juntamente con la enorme publicidad que se le dá como propaganda […] viene a marcar el carácter tesonero y terco de los sajones, cuyo éxito consiste en la fijación de una idea […] para con ello, matar todo espíritu de rebeldía (Medina Amor, 1944a).

El signo de interrogación que el texto introdujo, en el original, forma parte del escepticismo que, previo a la posguerra y reconstrucción europea, enfatizaba una larga historia de intentos anexionistas en el mundo. El Cóndor no denunció el pasado colonialista de Inglaterra y Estados Unidos, sólo contempló el escenario bélico protagonizado por éstos. Como parte de su discurso conservador y nacionalista, el juicio moral a la clase política no pudo faltar. “La política es la política”, apuntó tautológico, “y los traidores más grandes […] anteponen su ambición personal al beneficio de la colectividad nacional” (Medina Amor, 1944a). El Cóndor, al igual que los periódicos que escribieron al respecto, tuvo una agenda con la sociedad civil. Sin ningún pudor, el periodista asumió las demandas de los Comités Pro–Estado: “Continuando la península divida en territorios, no será difícil, que un político presidenciable […] en un plumada la cediera a fin de lograr lo que persigue sometiéndose a la voluntad suprema del Tío Sam […] Si el territorio Norte de la Baja California fuese Estado libre y Soberano de los Estados Unidos Mexicanos […] sería el aniquilamiento de la idea de anexión” (Medina Amor, 1944a).

La función de mencionar a Ezequiel Padilla, ese “político presidenciable”, fue para representar a una clase política que poco a poco gestionaba una carrera profesional en los servicios públicos. Censor de estas ambiciones, El Cóndor aconsejó al secretario de Relaciones Exteriores evitar “la desmembración de nuestro país en oposición a los judas que vendan, cedan o convengan […] a los pronósticos de los ambiciosos vecinos” (Medina Amor, 1944a). Desde el punto de vista de Medina Amor, nacido en Veracruz y radicado en Tijuana desde 1930 (Trujillo, 2000:163), la bondad política de Estados Unidos resultaba cuestionable. Del mismo modo, Padilla favorecería tarde o temprano al capital estadunidense. La frase “el aniquilamiento de la idea de anexión” implicaba el reconocimiento de que la propuesta de Hinshaw sólo fue una idea al aire.

El 16 de febrero de 1944, un editorial de la prensa del Territorio Norte de la Baja California penetró en el sentir internacional. Labor fue un semanario “de doctrina y combate” editado y publicado por Ramón G. Pavón en Tijuana (1944). El editor propietario introdujo el tema remitiéndose al artículo 27 constitucional y esbozó una versión distinta de la anexión estadunidense. Según datos confidenciales: “La compra, dice Hinshaw, fortalecerá la posición naval y militar de los Estados Unidos, y no sólo pretende que sea ‘tostoneada’ la Baja California, sino inclusive otras partes [...] que se considere conveniente comprar [...] Agrega Hinshaw que la venta de nuestro Territorio a los Estados Unidos sería una operación ventajosa para México” (Pavón, 1944).

Para Labor, escéptico de las intenciones del “buen vecino”, el anexionismo estadunidense incluiría, tarde o temprano, “a todo el país”. Según esta perspectiva periodística, la amenaza de Estados Unidos hacia México era inminente. Para Hinshaw, las relaciones entre ambos países eran cuestionables a partir de que California saldría perjudicada del Tratado Internacional de Aguas. A juzgar por lo dicho, la actitud estadunidense fue una “lucha entre David y Goliat: el pobre Arizona contra el rico California […] el acuerdo con México resultaba importante para detener a California” (Samaniego, 2006:345).

Las opiniones publicadas por Labor utilizaron una figura retórica descubierta en la posguerra: el reductio ad hitlerum, falacia de asociación lógica descrita en 1953 por Leo Strauss, la cual designa “una interpretación moral y analíticamente rigurosa de lo que supuso” Hitler (Moreno, 1994:51). Pavón no fue consciente del recurso que empleó —en principio, porque aún no se descubría—, tan sólo comparó al enemigo público de Baja California, Carl Hinshaw, con el personaje que capturó toda la enemistad mundial, Adolf Hitler. Para febrero de 1944, el desprestigio alemán aún no se fundaba en los campos de concentración, más bien, la invasión que el nacionalsocialismo proyectó en los países europeos fue motivo de las aversiones por el Führer. Para el periódico, el valor del Territorio Norte de la Baja California peligró a causa de que

[...] existen algunos norteamericanos, pomposamente llamados “demócratas”, que se desgañitan gritando denuestos contra Hitler, cuando en realidad su mentalidad es igual a la del leñador de Europa […] Véase la candidez de este “hitlerito” al decir que se adquiera “esta parte y aquella, y esta otra”, como si se fuera a hacer la voluntad de un maniático de estos, con sólo vociferar sus deseos en el congreso de los Estados Unidos (Pavón, 1944).

La alusión implícita al diputado Carl Hinshaw le atribuye a éste características negativas sólo comparables a las de Adolf Hitler. Primero, el editorial cuestionó que Estados Unidos fuese una nación democrática, al permitir que el diputado propusiera de manera tan drástica la compra de la Baja California. Después, Pavón utilizó una figura retórica en la cual atribuyó una procedencia rural a Adolf Hitler, desestimándolo junto a sus supuestos seguidores en Estados Unidos. El efecto discursivo tomó a la ligera los conflictos producto entre las Fuerzas del Eje y los Aliados, acusándolos por igual.

Labor argumentó que la posibilidad de que una propuesta como la de Hinshaw se escuchara en un recinto parlamentario, como el Congreso de California, en Sacramento, era señal de que Estados Unidos había violentado las “nociones de lo que es un país soberano, lo que es la dignidad y el honor de los individuos y las naciones” (Pavón, 1944). El cuestionamiento al “buen vecino” ocurrió porque Pavón tuvo en mente las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial. La bahía de Magdalena, perteneciente al entonces Territorio Sur de la Baja California, permaneció en la mira de Japón, desde principios del siglo XX, e incluso, en plena guerra, militares estadunidenses intentaron construir una base naval (Mathes, 1969:323).

Antes de cerrar este apartado describiendo las reacciones que provocó la propuesta de Hinshaw en el periódico El Tiempo, fundado por Armando I. Lelevier en Mexicali, se argumentará algo sobre el discurso de la prensa bajacaliforniana. El único libro sobre el tema señaló que “la editorial es mesurada de tono y fondo [...] pero su contexto es de […] construcción de una identidad que cohesione [...] a los nacionales de todos los rumbos del país” (Trujillo, 2000:165). Esto no parece cierto, a juzgar por el discurso que presentó Labor el 16 de febrero: “Se nos ocurre que este individuo [Hinshaw]”, publicó el semanario de Tijuana, “debe ser de aquellos que por unos cuantos centavos venden a sus hermanas, a sus esposas, seres que para ellos nada valen junto al dólar” (Pavón, 1944). Contrario a Gabriel Trujillo, demostraremos que el periodismo del territorio norte de la Baja California detentó una ideología conservadora.

Dentro del análisis del discurso nacionalista propuesto por Ricardo Pérez Monfort (1993:75), la categoría de “mujer de familia” es un concepto defendido por las organizaciones de derecha durante la presidencia de Manuel Ávila Camacho. El discurso nacionalista atribuyó un papel al género femenino únicamente como “posesión a la que había que defender y sobre la que el hombre tenía todo derecho de decidir”, apuntó el historiador (1993:89). Ramón G. Pavón compartió con el Comité Pro–Raza capitalino, organización xenofóbica y derechista radical, la idea de que “las mujeres mexicanas debían cuidarse de los hombres extranjeros o, más bien, los hombres mexicanos debían cuidar que las mujeres mexicanas no se relacionaran” con ellos (Pérez, 1993:90).

El 11 de noviembre de 1933, Armando I. Lelevier fundó el semanario El Tiempo, cuyas rúbricas, “a ocho columnas en once y media líneas”, se acompañaron de un latinajo: Pro–Patria Semper (Trujillo, 2000:127). La frase completa, “pro rege, saepe, pro patria semper” (“para el rey, algunas veces; para la patria, siempre”), se atribuye a Jean–Baptiste Colbert, ministro de industria de Luis XIV. El ideal patriótico de Lelevier estuvo bien representado por este dictum. Sin embargo, las opiniones de El Tiempo fueron cercanas al conservadurismo patriarcal ya descrito. Dentro de la esfera política, las críticas que apuntaron hacia la megalomanía significan “que puede constatarse [...] en el caso de Hitler [...] un retroceso de la megalopatía a la megalomanía” (Sloterdijk, 2002:90), en donde el sufijo griego pathos se cambió por manía, una locura de sí mismo. Las semejanzas entre Hinshaw y el comportamiento megalómano del Führer fueron el tema central de Lelevier:

Como quiera que tan descabellada como absurda tentativa lesiona los sentimientos patrios de todo mexicano y dada nuestra condición de hijos nativos de esta apartada región del país, nuestra agrupación se permite hacer las siguientes declaraciones […] De tiempo en tiempo se oyen estas clarinadas que, a fuerza de repetirse provocan desconfianza, poniéndonos en guardia […] Es capcioso invocar, para justificar una idea denigrante el pretexto de la seguridad norteamericana, que incluye la posesión de la bahía de Magdalena, ya que estando México aliado con los Estados Unidos [...], y obrando en plan de defensa […] tal pretexto cae por sí solo (Lelevier, 1944).

La “condición de hijos nativos” sirvió al periodista para resumir a seis puntos sus críticas a Hinshaw, ya que El Tiempo bien representaba los intereses de “nuestra agrupación”. El dilema que enfrentaron las organizaciones nacionalistas de derecha fue defender “la identidad nativa [como] su difusa concepción de patria” (Pérez, 1993:92). Al hablar de ciudadanos nativos, el nacionalismo bajacaliforniano no retomó la acepción antropológica de la palabra, que designa a la población indígena (Geertz, 1994).

Fuera de este sentido, los futuros ideólogos de Baja California se remitieron, siempre, a la máxima prueba del patriotismo peninsular. Los bajacalifornianos, a juzgar por la lógica presentada en El Tiempo, eran mexicanos por el hecho de nacer en Baja California, territorio mexicano:

Es de esperarse que [...] nuestro Gobierno [...] eleve su protesta a las autoridades y a la opinión pública estadunidense, haciéndoles patente que, aunque pobre y abandonada, la Baja California es parte integrante de la comunidad mexicana […] Nuestro deber de mexicanos es tomar las cosas como se plantean […] Protestamos enérgicamente contra gentes del tipo de Hinshaw, que ignorando nuestros antecedentes patrióticos y desconociendo la legislación mexicana, se atreven a pensar siquiera que México pueda desprenderse de este girón de su suelo (Lelevier, 1944).

Para el editorialista, Hinshaw era un megalómano porque al igual que Hitler ignoró los “antecedentes patrióticos” de los países invadidos por el Tercer Reich. El carácter megalómano del proyecto estadunidense contenía unos rasgos autoritarios, debido a que “haciendo el papel de impulsores del Estado, tienen la oportunidad de organizar confusiones colectivas” (Sloterdijk, 2002:90–91). Confusiones colectivas como la de comprar Baja California. La verdad es que Hinshaw no deseó anexar la península a la Unión Americana, sólo jugó con los límites impuestos por la política del “buen vecino”. Comprar la península fue una cortina de humo que articuló en un contexto específico: dentro de las relaciones diplomáticas que México y Estados Unidos establecieron para firmar el Tratado Internacional de Aguas.

Ninguno de los tres editorialistas, Armando I. Lelevier, Ramón G. Pavón y Guillermo Medina Amor, cayeron en cuenta de la trampa urdida por Hinshaw. El error de los tres periodistas consistió en creer que California estaba interesada en comprar suelo mexicano. El tema sólo era el agua y, sobre todo, cuánta recibiría el valle de Mexicali, en competencia productiva con el Valle Imperial. El 19 de febrero de 1945, dos de los diplomáticos que pactaron el Tratado de Aguas de 1906, Toribio Esquivel Obregón y Esteban Manzanera del Campo, opinaron sobre la poca importancia de la península en la política exterior mexicana. Afirmó el segundo: “Si mañana se hiciese la donación gratuita de la Baja California”, según la transcripción de Samaniego, “tampoco sería un acto de trascendencia vital para el bienestar de cada mexicano” (2006:370). Contra estas valoraciones escribieron los periodistas del Territorio Norte de la Baja California. Pronto, la política del “buen vecino” se terminó con la muerte repentina de Franklin Roosevelt, en abril de 1945 (Samaniego, 2006:368).


La unidad nacional

La fotografía emblemática con la que los historiadores narran la “unidad nacional” ocurrió en septiembre de 1942, cuando el secretario de Gobernación, Miguel Alemán Valdés, reunió “a todos los ex presidentes a aparecer […] sobre un gran templete construido en el Zócalo” (Krauze, 1997:50). Junto a Manuel Ávila Camacho aparecieron Abelardo L. Rodríguez, Pascual Ortiz Rubio, Emilio Portes Gil, Lázaro Cárdenas y Plutarco Elías Calles. En el ámbito económico, esta política utilizó el modelo de “sustitución de importaciones”, cobrando buenos resultados en el noroeste mexicano ya que “dicha estrategia estimuló el crecimiento del Territorio Norte de la Baja California” (Altable, 2002:493–494). Desde su campaña presidencial, Manuel Ávila Camacho planteó la unificación mexicana “bajo el argumento de que con ese ideario el país podría adecuarse al momento de la posguerra” (Loyola, 2008:220). En el inter, promovió un control interno distinto al cardenista. Al igual que la política estadunidense del “buen vecino”, la unión nacional fue una respuesta a la Segunda Guerra Mundial.

Desde diciembre de 1941, Lázaro Cárdenas fue designado como encargado de la recién creada Región Militar del Pacífico (Servín, 2001:42), con el propósito de defender el territorio nacional de las Fuerzas del Eje y detener la intromisión ilegal de tropas estadunidenses que buscaban comprobar “que no existían núcleos de japoneses” en la península (Velázquez, 2002:145). Luego de vender entre nacionales las propiedades niponas, el gobierno federal ordenó el cambio de residencia de las comunidades japonesas “que vivían en Baja California. La medida incluía […] a los ciudadanos de Japón […] también aquellos […] que ya tenían la ciudadanía mexicana” (Velázquez, 2002:153). Pronto, el Estado mexicano suspendió la naturalización de extranjeros.

El 5 de enero de 1942, de visita por el territorio norte de la Baja California, el expresidente Lázaro Cárdenas declaró a El Heraldo de la Baja California que “debemos cumplir este llamado, soldados y civiles, con el más firme y acendrado patriotismo” (Trujillo, 2000:172). La presencia de Lázaro Cárdenas en El Ciprés, puerto de Ensenada, fue alternada con diferentes estancias a lo largo de la costa del Pacífico, siendo el istmo de Tehuantepec y Mazatlán, Sinaloa, las bases navales que más frecuentó. El 23 de mayo de 1942 México entró oficialmente a la guerra tras el ataque a dos buques petroleros en el Golfo de México, Faja de Oro y Potrero del Llano (Krauze, 1997:48).

La política de “unidad nacional” fue instrumentada por Manuel Ávila Camacho para conciliar las diferentes facciones de la sociedad mexicana, así como para “lograr el restablecimiento y la concordia en las filas del oficialismo revolucionario” (Loyola, 2008:220). En pos de la unificación nacional, Manuel Ávila Camacho entró en contacto con organizaciones ultraderechistas que desplazaron a las oficiales promovidas por Lázaro Cárdenas (Servín, 2001:28). El presidente repartió entre 85 familias lideradas por Salvador Abascal terrenos en el Valle de Santo Domingo, cercano a bahía Magdalena, en el territorio sur de la Baja California. Esta última acción fue ampliamente debatida en los periódicos nacionales debido a que la “unidad nacional” significó una especial ruptura con las políticas cardenistas más importantes (Servín, 2001:37).

A pesar de que la Unión Nacional Sinarquista lo criticó severamente, Manuel Ávila Camacho permitió que se acercaran a presentarle el proyecto de la colonia María Auxiliadora, en el territorio sur de la Baja California. El papel que tuvo Salvador Abascal en el asentamiento de la colonia y en la movilización de más de 400 personas del Bajío se fundó en el mito de las californias como tierra prometida.3 De hecho, en agosto de 1941, cuando Salvador Abascal realizó su primer viaje a la península, acontecieron las epifanías que fundaron su proyecto. “La simple idea de colonización fue una utopía”, reflexionó un especialista, “que deseaba rescatar en pleno siglo XX, el papel desempeñado por los misioneros jesuitas o franciscanos en los siglos XVI, XVII y XVIII” (Serrano, 1999:43).

Los sinarquistas recibieron la aprobación presidencial en septiembre de 1941, pues presentaron su proyecto “como una colaboración del movimiento con la [...] unidad nacional” (Serrano, 1999:44). Es interesante que Salvador Abascal eligiera el nombre de María Auxiliadora para la comunidad agrícola católica que fundó en el Valle de Santo Domingo. Precisamente, en los inventarios de imágenes religiosas de las misiones jesuíticas, la advocación de María fue la imagen más frecuente que existió en la Antigua California (Bernabéu, 2003:160–161). El imaginario cristiano coincidió numerosas veces con la península, pensando que se encontraría con el mismo panorama espiritual del pasado.

Después de la propuesta de Hinshaw en febrero de 1944, Guillermo Medina Amor (1944b) siguió publicando nuevas polémicas en El Cóndor. El editorial confrontó una nota aparecida en La Nación. Replicando al periodista que escribió en el órgano editorial del Partido Acción Nacional, El Cóndor intensificó su argumentación sobre la defensa histórica de la península. “Tal parece que la Baja California”, dijo en las primeras líneas, “es la hija bastarda de la nación mexicana, nadie la trata con respeto y dignidad” (Medina Amor, 1944b). El artículo femenino que acompañó el nombre de la península permitió construir tal representación femenina. Luego de dramatizar la posición bajacaliforniana dentro de la república, el periodista enlistó todos aquellos personajes que insultaron a la “hija bastarda”:

Un periódico capitalino dice que gracias a la región estamos unidos espiritualmente con el resto del país, debiendo este enlace a los curas… ¡Qué sentencia más ridícula! El pueblo de Baja California está vinculado con el resto del país desde que la nación está unida con la península, es decir: toda la vida lo ha estado; pero cuando los vecinos anexaron la Alta California y dejaron a México lo que es la península de Baja California, siempre ha sido terreno nacional y sus hijos han dado prueba de patriotismo (Medina Amor, 1944b).

El contenido histórico del fragmento anterior se mezcló con comentarios de índole política y profesional. Guillermo Medina Amor juzgó la práctica periodística de sus colegas capitalinos. El editorial de El Cóndor desempolvó conceptos geopolíticos, abriendo la mirada a nuevas interpretaciones del supuesto aislamiento geográfico de Baja California. Los ecos del discurso del Comité Pro–Estado resuenan en varias frases del texto. La llamada que los bajacalifornianos hicieron al gobierno central sobre la conversión de territorio a estado destacó la naturaleza simbólica antes que material de dicho ordenamiento. Llevando el discurso al plano de un realismo topográfico, Guillermo Medina Amor (1944a, 1944b) argumentó que la incorporación material de Baja California con la República Mexicana fue verdadera. Desde la perspectiva proporcionada por los contornos del territorio mexicano, la península bajacaliforniana siempre estuvo integrada al bloque continental.

Para el editor propietario de El Cóndor había un problema que viciaba el menosprecio de la mexicanidad bajacaliforniana. Repitiendo el trauma histórico de la separación de las Californias por el Tratado de Guadalupe– Hidalgo, que entregó más de la mitad del territorio mexicano, Medina Amor argumentó que “desde [...] que los Estados Unidos se apoderó de la Alta California, hasta el periodo [...] del señor general Lázaro Cárdenas, el gobierno del centro ha tenido abandonada esta región” (1944b). Informado en términos históricos, el editorialista mostró rasgos de escepticismo ante los logros de la Revolución mexicana; con justa razón, argumentó entre líneas que el centralismo decimonónico causó el aislamiento peninsular.

En el discurso de Guillermo Medina Amor no sólo resonaron las demandas del Comité Pro–Estado, sino las del gobernador nativo, tras mencionar que las “riquezas” de la península “se quedan [...] en manos de los que han sido mandados a gobernar” (1944b). Pero su interés en profundizar en el nativismo se dirigió a otro punto igualmente importante. En el editorial del 17 de abril, El Cóndor debatió las contradicciones culturales de México:

Los pueblos de la frontera siempre están en lucha abierta contra la visión de costumbres e idiomas del país vecino […] La capital de la república está invadida por la música, bailes, arquitectura y artes americanas, etc. [...] No obstante la vecindad, los pueblos fronterizos rechazan la música, los bailes, las costumbres y no lo hacen con el idioma, por ser una necesidad para la vida. Ahora bien: que los enemigos gratuitos y oficiosos de la Baja California deseen atacarla sin causa justificada, [...] sin darse cuenta de sus luchas [...] para sacudir el cacicazgo, que intentan establecer actualmente los políticos capitalinos. En vez de que [...] este lugar pueda convertirse en un Estado Libre y Soberano, lo vituperan sin razón (Medina Amor, 1944b).

Para el discurso de El Cóndor, la política y el periodismo capitalino fueron victimarios de Baja California. El editorial victimizó a la península y reiteró la aversión norteña contra la población capitalina. Esta acción representa, a nuestro entender, una versión prematura de los prejuicios contra la gente de la ciudad de México, mejor conocidos como “chilangos” (Williams, 1990:313). Un sociólogo ubicó este prejuicio cultural: “El antichilanguismo en Baja California cobró forma [...] en su ataque al estereotipo [...] de los defeños que han llegado a laborar en la burocracia” (Valenzuela, 1998:91– 92). La característica de este movimiento, apuntó José Manuel Valenzuela, es “la eclosión de expresiones nativistas que [...] construyen divisiones ficticias” (1998:92). Es anacrónico pensar que Guillermo Medina Amor poseyera este prejuicio, pero creemos que la opinión pública en la década de 1940 contribuyó al anclaje simbólico de esta rivalidad imaginaria. Cuatro décadas fueron suficientes para que a mediados de 1980 las manifestaciones de antichilanguismo fueran más que explícitas (Williams, 1990:306; Valenzuela, 1998:94).

Cuando El Cóndor habló de las enemistades “gratuitas” de la península quizá se refería al arco completo del prejuicio “antichilango”. Los capitalinos, en defensa propia, articularon una crítica a los norteños, “quienes son una copia barata de gringolandia” (Williams, 1990:306). A estas alturas del editorial, el autor dinamitó los puentes geográficos que unieron la península con el territorio mexicano. La diferencia entre fronterizos y capitalinos, sugiere Guillermo Medina Amor, es que la “buena vecindad” estadunidense perjudicó más al centro que a la periferia. Párrafos abajo, expresó el periodista: “Estamos combatiendo continuamente contra la invasión pacífica de Norte América”, y recordando la polémica encabezada por Hinshaw, “estamos oponiéndonos contra la prensa americana, todo el tiempo [...] que expresa la idea de comprarnos” (Medina Amor, 1944b). Por último, la línea editorial de El Cóndor reconoció el carácter instrumental de hablar “inglés” en la frontera entre México y Estados Unidos.

Las palabras de El Cóndor presagiaron la siguiente coyuntura que atravesó la opinión pública. Los viajes que políticos y periodistas capitalinos emprendieron por el Territorio Norte de la Baja California siempre polemizaron, al poner por escrito sus observaciones. Esto ocurrió con Enrique Borrego Escalante, periodista y cooperativista del periódico Excélsior, hermano mayor del escritor de ultraderecha Salvador Borrego Escalante (Burkholder, 2009b:98). Las observaciones de la visita de Enrique Borrego Escalante a Tijuana generaron controversia en la prensa bajacaliforniana. En esta ocasión, dos periodistas defendieron la “dignidad” terrinorteña: José Castanedo de la Revista Minerva (1946e) y José Severo Castillo (1946d) de El Regional. Desde entonces, la discusión se centró en la leyenda negra de los poblados fronterizos.


Las críticas a Excélsior

La opinión pública del Territorio Norte de la Baja California respondió de manera recurrente a los comentarios que publicó el diario capitalino. En diversas ocasiones, El Periódico de la Vida Nacional envió reporteros y periodistas a la península. La línea “conservadora moderada”, de la primera etapa del periódico capitalino (Burkholder, 2009a:1371), se manifestó en comentarios cercanos al catolicismo social. El 23 de septiembre de 1943 El Heraldo publicó un editorial cuya entradilla recordó las diferentes campañas nacionalistas en la península. “Decir que esta región”, apuntó el texto, “se está desmexicanizando es ofender a sus pobladores” (Anónimo, 1943). Por lo regular, El Heraldo aceptó editoriales anónimos del gremio periodístico de Tijuana (Trujillo, 2000:166).

En unas de las recientes ediciones de Excélsior, de la ciudad de México [...] el reverendo José Ibarrola Grande aparece diciendo que la Baja California se está desmexicanizando a gran prisa por falta de comunicaciones con el centro del país, a cambio de que en ella está influyendo grandemente el vecino [...] Interrogado sobre si los bajacalifornianos son separatistas, dijo el entrevistado: “De ninguna manera. Son muy mexicanos pero insensiblemente van perdiendo el amor a su país” (Anónimo, 1943).

En el fragmento anterior, el editorialista Anónimo sólo puso en contexto sus opiniones, para después transcribir las declaraciones del clérigo. Al ejercer un oficio informativo, primero presentó las pruebas, dedicando tan sólo la última parte de su nota a sus opiniones. La estructura seguida retomó la incierta acepción del verbo mexicanizar, “desde [...] que el general Arturo Bernal vino a herir el sentimiento de los bajacalifornianos hablando de mexicanización” (Anónimo, 1943). De igual modo, fue trascribiendo los diferentes ámbitos que a juzgar por el reverendo Ibarrola se estaban “desmexicanizando”. El clérigo opinó que los “niños mexicanos” que estudian en Estados Unidos y obtenían la educación “que no reciben de su patria […] los hace perder casi su nacionalidad” (Anónimo, 1943).

La confusión entre nativismo y separatismo formó parte de la incertidumbre sobre la incorporación simbólica de Baja California a la República Mexicana. Si el editorialista Anónimo no cuestionó las opiniones del reverendo Ibarrola respecto de que los bajacalifornianos sí son “mexicanos pero insensiblemente van perdiendo el amor a su país”, fue porque aprovechó la discusión sobre la educación binacional de los residentes fronterizos. Más que discutir el supuesto aislamiento geográfico de Baja California, Anónimo argumentó que el clérigo sólo “ha pasado algunos años en su misión de evangelización, patriótica y social de Baja California” (1943), por lo que aún no observaba que los niños fronterizos jamás se habían “desmexicanizado”. Marginando los comentarios al último párrafo, El Heraldo registró lo siguiente:

La Baja California no ha necesitado de misioneros cualquiera que sea el culto de estos, para que vengan a “mexicanizarla”. El sentimiento de más firme nacionalidad ha existido siempre […] dando a la historia de México páginas tan hermosas como la que se escribió con sangre de sus patriotas en junio de 1911 [...] Aquí no habrá gritos patrióticos ni manifestaciones populacheras de “mexicanidad” pero se ama profundamente a México […] a pesar de que falten comunicaciones materiales que mucho se desean con el centro del país. El espíritu no viaja por carreteras asfaltadas, ni por los rieles del ferrocarril (Anónimo, 1943).

Un discurso como el anterior no sólo es un efecto de la “unidad nacional”. Esta clase de chauvinismo surgió de un escenario retrospectivo: el editorialista tuvo en mente a la colonia María Auxiliadora, promovida por Salvador Abascal. Los puentes espirituales que Manuel Ávila Camacho quiso restablecer entre México y el Territorio Sur de la Baja California significaron un efecto negativo. Por lo tanto, el autor se permitió generalizar el fracaso evangelizador.

Enrique Borrego Escalante escribió en tres entregas el reportaje “Estamos perdiendo la Baja California”. Del 8 al 10 de febrero de 1946, Excélsior publicó uno a uno y la opinión pública de los bajacalifornianos se avivó como antes. La primera entrega llevó un título que, intentando captar el habla popular, redujo la vida fronteriza a sus leyendas negras (Félix, 2011).

“Tijuana: Mexican curios”, se refería a la condición de “cotidiana vorágine danzante y bebiente de los rubios [...] y de las migajas de un banquete de infecundo patrioterismo mexicano, vive la península de la Baja California” (Borrego, 1946a). Líneas abajo utilizó el refrán “dar atole con el dedo” para denunciar la dependencia turística de los bajacalifornianos.

“El problema es”, aseguró Enrique Borrego Escalante, “que la Baja California existe, para el resto del país, sólo en las cartas geográficas”, y una vez reiterado el mito de península aislada, admitió la corrupción de los gobernadores fuereños: “y para los regímenes [existe] únicamente en […] las jugosas participaciones fiscales” (1946a). Luego de criticar a todos los fronterizos que vivieron de las cantinas, y reconocer los orígenes rurales de Tijuana, el reportero parafraseó la mitología originaria del poblado:

[Tía Juana] anciana dama abandonó su querido solar y vino a radicar en la metrópoli, acogida a la hospitalidad de un magnánimo hostelero que le abrió un crédito sin límite en tanto los tribunales pronunciaban la última palabra en la controversia judicial […] Y resulto, dice, aquella perdida leyenda, que cuando Tía Juana adeudada a su piadoso protector, nada menos que sesenta mil pesos, la voz autorizada de la ley la declaró de nuevo única y legítima, con derecho a la fabulosa indemnización de veinticinco millones de dólares […] A partir de éste poster […] de la Tía Juana se inició la siempre cambiante historia de la nueva ciudad, meca del turismo enfiestado y sede inverosímil de las más fanáticas realidades internacionales (Borrego, 1946a).

El discurso de Enrique Borrego Escalante borró los referentes del surgimiento del poblado de Zaragoza, mismo que dio pie a lo que hoy conocemos como Tijuana. El periodista descartó la larga historia de los distintos ranchos de la familia Argüello, extenso linaje frontereño que se movió entre rancho de Tijuana, rancho Tía Juana, rancho de Tijuan, y el punto aduanal de Tijuana (Piñera, 2006:320–321). Enrique Borrego Escalante aprovechó la polisemia en torno a los diferentes nombres que tuvieron las rancherías, puestos aduanales y poblados alrededor de lo que hoy es Tijuana (Félix, 2011:210–211) para recrear un imaginario del tipo “Tijuana violenta, sucia, sexy” (Montezemolo, 2006:99–102). Excélsior publicó un mito tijuanense que aglutinó algunas de las representaciones bajacalifornianas antes estudiadas. Tía Juana, como la Baja California, fue vista como género femenino, pero los atributos amazónicos fueron sustituidos por los servicios turísticos ofrecidos a los estadunidenses.

En la segunda entrega, el periodista exageró más la situación. Si un día antes Excélsior publicó la friolera de “la orgía de opulencia que viven diariamente alrededor de cuarenta y dos mil visitantes” (Borrego, 1946a); para el 9 de febrero, “Tijuana [...] no puede subsistir con el negativo apoyo del resto del país”, apuntó. El periodista aseveró que Baja California “se ha convertido en un suburbio de los Estados Unidos” (Borrego, 1946b). En “ddt contra el mexicanismo” escribió una crónica sobre diversos servicios turísticos que a juzgar por el autor fueron abusivos y costosos. El servicio de taxi, el cobro de un niño limpiabotas y el comportamiento de los cantineros. La población nativa fue representada en términos muy superficiales: “La señora vive perennemente entusiasmada con los ‘vestidos del otro lado y donde los pequeños’, deseosos de conseguir fruslerías, de los ‘five and ten’, de la anhelada San Diego” (Borrego, 1946b).

El periodista no captó la ironía popular detrás del típico set fotográfico de Tijuana: “El ingenio popular mexicano ha pintado rayas de cebras a tranquilos asnos”, tras describir la composición que apareció en las estampas de la época, “altar de la ridiculez más perfecta” (Borrego, 1946d). Recientemente, Heriberto Yépez discutió la ontología del zonkey, burrocebra ridiculizado por Excélsior. El filósofo tijuanense demostró que “el burro–cebra es la primera prueba de la hibridación [...] Un burro que secretamente se burla del turismo” (Yépez, 2005:56).

José Severo Castillo fue uno de los periodistas “más combativos de la prensa bajacaliforniana”; pasó algunas noches en la cárcel “por faltas a la autoridad” (Trujillo, 2004:99). Debido a su recio carácter, se enemistó con muchos de los políticos posrevolucionarios que ocuparon el Palacio de Gobierno en Mexicali. El semanario que dirigió, El Regional, apoyó a las clases menesterosas y mantuvo una postura ante el gobierno territorial. Cuando José Severo Castillo (1946d) comentó el reportaje de Enrique Borrego, no coincidió con las metáforas de la península como “hija bastarda”, sin embargo, defendió Baja California hablando de ella bajo atributos femeninos. El periodista articuló un discurso nacionalista en el que fungió como protector peninsular, e interpelando a su círculo de lectores, les instó a que la defendieran. A juzgar por esta clase de interpelaciones, el público lector del editorial del 2 de marzo de 1946 tendría que comportarse como “hombre de honor” para entender la gravedad del asunto. De nuevo, la categoría descrita por Pérez Monfort (1993:75) de “mujer de familia” sirve para delinear las críticas a Excélsior:

Cuando por ahí resulta alguien asegurando que “perderemos Baja California”, me figuro ver a un idiota que tiene una hija o una hermana bonita y anda pregonando que se le van a robar [...] En México, en la capital han hecho cuanto han podido para explotar a Baja California […] Desde tiempo inmemorial, hasta hoy [...] ha sido víctima de las más vergonzosas concesiones y prerrogativas para capitalistas norteamericanos y políticos criollos, como dirían los argentinos [...] Los gobiernos del centro han tratado a Baja California peor que como Colombia tratara a Panamá, al que por desgracia, esta región tiene un gran parecido en su riqueza [...], pero menos en su falta de patriotismo (Severo Castillo, 1946d).

Tras la autoobservación panamericana provocada por el “buen vecino”, Severo Castillo contextualizó la situación de Baja California en un ámbito más amplio. En principio, retomó un reproche gaucho a la clase política, para luego comparar los casos panameño y bajacaliforniano. A diferencia de la gente de Panamá, la gente de la península fue más patriótica porque “Baja California logró repeler con éxito a los filibusteros” (Severo Castillo, 1946d). Dos circunstancias que repercutieron en Panamá sirvieron para que El Regional recurriera a la historia de este país centroamericano para ejemplificar el expansionismo estadunidense y la dinámica centro–periferia desarrollada en los países de América Latina. Primero, en 1903, Panamá se separó de Colombia tras un pasado colonial integrado a la Nueva Granada. Después, en 1914, la capital estadunidense comenzó a partir literalmente en dos a Panamá, con el propósito de construir un canal interoceánico. Baja California fue, en la lógica de José Severo Castillo, una entidad más “patriótica” que la panameña, porque la península “repeló” a William Walker y a los “magonistas” de 1911. La potencia detrás de comparar ambas regiones, consistió en que El Regional parece sugerir una separación territorial como en el caso sudamericano. Pero después pasó a asuntos más importantes:

Que nuestros hijos hablen español champurrado de inglés, eso no importa, si estuviésemos frente a China, mezclaríamos nuestro idioma con el chino, por razón del frecuente trato, pero eso no significa que sea un peligro para la nacionalidad [...] En la capital de la república fue preciso una enérgica disposición de la Dirección General de Correos, amenazando con no entregar correspondencia si a las Lomas de Chapultepec les seguían llamando “Chapultepec Heights”.

Aquí no, frente a nuestros vecinos [...] tenemos un parque, a diez metros de su tierra, que se llama “Héroes de Chapultepec” [...] Y tú, lector, cuando oigas a alguien decir “Perderemos Baja California”, estad seguro, de quien tal dice, es un mal nacido y traidor (Severo Castillo, 1946d).

La supuesta preferencia de los fronterizos por expresarse en inglés causó estragos nuevamente. “Español champurrado de inglés” es una frase que da un tratamiento irónico a las supuestas hibridaciones fronterizas. José Severo Castillo (1946d) utilizó la referencia a la tradicional bebida mexicana para colmar de mexicanidad al uso y posibles mezclas lingüísticas entre castellano e inglés. La referencia al folclor culinario de México para argumentar que aunque “champurrado” —sinónimo de manchado—, el castellano que hablaron los bajacalifornianos conservó algunos anglicismos, sólo fue una cuestión estratégica.

La confrontación entre centro y periferia apareció por las páginas de El Regional a partir de dos ejemplos históricos. Desde la frontera, la influencia anglosajona se contempló en otro sentido; desde el centro del país, los americanizados fueron los fronterizos. He aquí un interesante juego de identidades: juzgándose entre sí, capitalinos y fronterizos se acusaron mutuamente por dejarse influenciar por la cultura estadunidense. Tras el triunfo de los Aliados en 1945, no pudo concluirse otra cosa. Después de la Segunda Guerra Mundial, el mejor recurso contra la representación americanizada del Territorio Norte de la Baja California fue utilizar las contradicciones históricas de la memoria mexicana.

Desde la imprenta de El Regional, en Mexicali, los americanizados fueron los capitalinos. El argumento más fuerte que encontró el periodista fue la historia detrás del Castillo de Chapultepec y la colonia residencial, homónima, de abolengo. Ambos son ejemplos de la presencia extranjera en la ciudad de México. El primero, un castillo construido por un virrey español, cuyo inmueble acogió a un emperador austriaco, lugar donde los invasores estadunidenses derrocaron a las fuerzas mexicanas y mansión presidencial hasta que Lázaro Cárdenas se mudó al rancho La Hormiga, conocido después como Los Pinos. Por otro lado, la colonia Chapultepec en las inmediaciones del bosque fue fundada en 1930 y la nomenclatura inglesa que la trazó correspondía a una sociedad mercantil cuyos inversionistas mayoritarios fueron británicos y estadunidenses. El Regional no sólo criticó el nacionalismo capitalino sino también a la empresa informativa. Excélsior, apuntó Severo Castillo, “para obtener el pago de páginas a ochocientos pesos, y [...] ‘vender espacios’ como ellos dicen, [deja] que cada quien [...] diga lo que le venga en gana” (1946d).

La reacción de José Castanedo también fue polémica (1946e). Por motivos de extensión sólo delinearemos las líneas generales del argumento de la Revista Minerva. De hecho, la postura de agravio moral se repitió en la pluma del sonorense. Nuevamente, se soltó como diez años antes: “Enrique Borrego Escalante [...] publicó una serie de artículos denigrantes contra el Territorio Norte de la Baja California”, para después enumerar cada una de las “mentiras” asentadas por Excélsior. El discurso del periodista coincidió con el sentir nacionalista a partir de la pura “naturaleza ontológica de nuestro ser” (Castanedo, 1946e). Para Mauricio Tenorio, historiador del proyecto nacionalista, el nacionalismo se expresó justo así, como un “requisito ontológico” (2000:74).

En el número de mayo de 1946, la Revista Minerva rechazó eso que su director denominó “las modalidades híbridas de mexicanismo y estadunidismo”, propias de la frontera norte. La culpa la tuvo Enrique Borrego Escalante, apuntó José Castanedo, este periodista no quiso ver el “carácter precario” de la penetración estadunidense en el Territorio Norte de la Baja California. Excélsior también falló, porque “esta hibridación no tiene mayor repercusión” (Castanedo, 1946e). Y no la tuvo.


Conclusiones

Al igual que los californios,4 los bajacalifornianos argumentaron su identidad frente a varios polos: tuvieron que demostrarle a los estadunidenses que fueron lo suficientemente mexicanos para resistir la influencia cultural del estilo de vida de éstos; frente a sus compatriotas, que la mexicanidad formó parte del carácter nativo. La prensa de Tijuana y Mexicali se supo mexicana y por ello defendió el punto de vista nacionalista. Sin embargo, reconocieron las diferencias culturales entre capitalinos y fronterizos. Tal y como hicieron los californios de la Alta California, en 1850, cuando ingresaron a la Unión Americana, los bajacalifornianos prepararon el terreno ideológico antes de adquirir la categoría de Estado Libre y Soberano, a finales de 1952 (Taylor, 2000). Los discursos de los periódicos de Tijuana y Mexicali entre 1936 y 1946 surgieron de la molestia que produjo la incorrección política de burócratas y periodistas de la ciudad de México, además de los diputados californianos. La república discriminó regiones y sirviéndose de la península utilizó toda clase de opiniones para argumentar lo incompatible del proyecto nacionalista. “Plato de lentejas”, “hija bastarda”, “territorio híbrido”, “lugar de filibusteros”, “tierra prometida”; “jirón de la patria”, “leyenda negra”, fueron los apodos que México puso a la Baja California.


Hemerografía

Instituto de Investigaciones Culturales:
Revista Minerva, Mexicali, José Castanedo.
Universidad Autónoma de Baja California, Mexicali.

Instituto de Investigaciones Históricas:
El Regional, Mexicali, José Severo Castillo.
Universidad Autónoma de Baja California,
El Heraldo de Baja California, Tijuana,
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Notas

1 La actual Baja California tuvo diversas categorías geopolíticas: La Frontera, Partido Norte, Distrito Norte y Territorio Norte de la Baja California. Cuando utilicemos las Californias, nos referiremos a toda la toponimia peninsular. La California estadunidense fue conocida como Alta California. Agradecemos a Aidé Grijalva, Mario Bogarin y Violeta García por revisar las distintas versiones de este texto.

2 No fue la primera vez que instancias parlamentarias de California intentaran comprar la península. Véase el caso de Henry F. Arshurt en Taylor (2002:71).

3 Al igual que el sinarquismo, comunidades judías de California contemplaron al Territorio Norte de la Baja California como destino. Tras la persecución alemana, un líder californiano argumentó que “el pueblo elegido lograría más cosas en Baja California que en Palestina” (Taylor, 2010:115–116). Finalmente, Lázaro Cárdenas desaprobó este asentamiento.

4 Los “californios” que habitaron las misiones jesuitas de la Antigua California no fueron los mismos que los de la Alta California del siglo XIX. Para los californios, México era “la madrastra de las Californias” (Monroy, 1997:180). Un análisis de la identidad de los californios como discurso académico de reivindicación histórica en Magaña (2010:572–588).