Reseña bibliográfica | Estudios Fronterizos, vol. 14, núm. 27, 2013, 265-273 |
Colonia Morelos. Un ejemplo de ética mormona junto al río Bavispe (19001912)
Dora Elvia Enríquez Licón1
Irene Ríos Figueroa. Hermosillo, El Colegio de Sonora, Centro de Estudios Educativos y Sindicales, 2012.
1 Profesorainvestigadora del Departamento de Historia y Antropología de la Universidad de Sonora.
Correo electrónico: denriquez@
sociales.uson.mx
Colonia Morelos. Un ejemplo de ética mormona junto al río Bavispe (1900 1912) constituye un significativo aporte a una corriente historiográfica reciente que de manera parsimoniosa va haciendo visibles, los diversos modos en que se moldeó la frontera norte de México. Incursiona además en un escenario poco explorado: el de la diversidad religiosa en Sonora. La investigación que sustentó la hechura del libro que hoy reseñamos está fundamentada sólidamente en lo que corresponde a su acotamiento teóricometodológico y en lo que toca a fuentes históricas; una prolífica exploración de archivos documentales, virtuales, testimonios orales y hemerográficos acompañó a un exhaustivo reconocimiento del espacio, cuyos recorridos generaron los abundantes registros fotográficos que incluye la obra.
Colonia Morelos... es un libro con impecable redacción; el lector es atrapado desde la primera línea de la Introducción, cuando el autor narra con encanto cómo descubrió el lugar que abrazaría como objeto de investigación muchos años después. Esta narración constituye un didáctico ejemplo de cómo las preguntas que sugiere una realidad desconocida pueden ser hilvanadas de tal manera, que llegan a convertirse en un problema de investigación histórica en busca de respuesta, para lo cual es preciso formular preguntas adecuadas y diseñar un sólido andamiaje teórico metodológico.
Colonia Morelos es actualmente un pequeño asentamiento enclavado en lo ríspido de la sierra sonorense, cuya fisonomía es muy distinta a la de los pueblos circunvecinos. Fue fundada en los albores del siglo XX por un puñado de hombres, mujeres y niños que se desterraron voluntariamente a causa de leyes que les eran adversas en Estados Unidos; para eludirlas, buscaron acomodo al sur de la frontera, en un territorio inhóspito, con la consigna de dar forma a un orden social fincado en una ética religiosa, la mormona, que permitió configurar una comunidad con sólidos vínculos sociales aunque aislada del entorno social de la época.
Recuperar de Max Weber sus conocidos planteamientos sobre la ética protestante y la legitimidad carismática de los líderes religiosos, es un gran acierto en este libro, como también lo es ubicar la historia de Colonia Morelos en el periplo (geográfico y temporal) de las colonias mormonas de Chihuahua y Sonora, con la Sierra Madre Occidental de por medio y la franja fronteriza por el norte. Este libro ilustra claramente cómo las convicciones religiosas pueden constituir el referente fundamental de la acción social y cómo la esperanza de un futuro bienestar espiritual en el más allá ordena la vida en sociedad en el mundo terrenal (el más acá).
Para hacer comprensible la efímera historia de Colonia Morelos, Irene Ríos Figueroa traza con sencillez el origen y la trayectoria de la iglesia de los Santos de los Últimos Días a lo largo del siglo XIX, enfatizando el hecho de que su especificidad como congregación religiosa ocasionó a esta congregación rechazo social desde el inicio, incrementándose a partir de 1843, cuando los mormones adoptaron la práctica del “matrimonio plural”. Esta congregación fue fundada en 1830 en una granja del municipio de Fayette en el estado de Nueva York debido a la iniciativa de su patriarca, Joseph Smith, quien a través de una revelación divina habría recibido la encomienda de “restablecer la Iglesia de Jesucristo sobre la tierra” (p. 29), de acuerdo con la historia oficial mormona. Aunque comparten mucho con diversas religiones protestantes, fundamentalmente ética y ascetismo, los mormones se asumen diferentes pues además de la Biblia tienen como texto sagrado El libro del mormón, entregado al profeta Smith por el ángel Moroni. El milenarismo constituye la esencia de sus convicciones religiosas, expresado en el nombre de su iglesia: la humanidad se encuentra en los días finales, al término de los cuales Cristo llegará a “inaugurar un largo periodo de vida muy prometedor para quienes hayan obedecido los mandatos del Evangelio” (p. 30).
La autora informa que, desde su nacimiento, los mormones constituyeron una “minoría impopular” y fueron hostigados por el gobierno y otras iglesias, orillándolos a un constante peregrinar. Siguieron la ruta de la expansión norteamericana hacia el oeste; ellos mismos fueron pioneers obligados a desplazarse hacia el oeste a medida que la frontier se iba conquistando. De Nueva York pasaron a Ohio, Missouri e Illinois, pero invariablemente sus prácticas sociales molestaban a sus vecinos, por lo cual fueron sucesivamente expulsados. Mientras tanto, los líderes dieron forma a la Iglesia como institución (en términos weberianos), siguiendo “la misma organización básica que había existido en la Iglesia original […] con apóstoles, setentas, élderes […] sumos sacerdotes, maestros, diáconos, evangelistas y obispos” (p. 31).
En 1843 los mormones padecieron un cisma interno provocado por la instauración oficial de la poligamia, con la que muchos de ellos no estuvieron de acuerdo; quienes aceptaron esta práctica decidieron emprender el éxodo desde Illinois a las Montañas Rocallosas (1845) con el propósito de “colonizar un área en la que fueran los primeros pobladores: así asegurarían su derecho a practicar sus creencias sociales y religiosas”. En 1847 hicieron un alto en el valle del Gran Lago Salado; en Utah aplicaron los principios para construir su propio orden social, que llamaron “Orden Unido: un plan [basado en la propiedad privada] encaminado a lograr la igualdad económica entre los miembros de la Iglesia …mediante la redistribución de la propiedad” (p. 36). Su ética religiosa les demandaba mantenerse saludables y alejados del ocio, no dormir más de lo necesario, ser ordenados, limpios, trabajadores y con gran amor por la educación. Observando tales pautas de comportamiento, pronto alcanzaron prosperidad económica y notable presencia política.
En su ética religiosa tuvo cabida la poligamia, práctica a la que llamaron “matrimonio celestial” (p. 86) que permite al hombre tener varias esposas o concubinas. Mientras los mormones tuvieron la libertad de establecer comunidades aisladas en la muy amplia frontier, pudieron cumplir el mandamiento del matrimonio plural, aunque fueron duramente atacados desde diferentes frentes. En la década de 1880 un par de leyes federales prohibió el matrimonio plural en Estados Unidos, con dedicatoria especial para los mormones; este nuevo acoso les escindió y obligó a una nueva emigración; esta vez pusieron los ojos en México, donde fundarían asentamientos para escapar al rigor de las leyes antipoligámicas, que algunos aceptaron en 1890.
Tuvieron la fortuna de que al otro lado de la frontera con México, su presidente Porfirio Díaz ofreciera ventajas inmejorables a extranjeros que se asentaran como colonos en los que consideraba territorios despoblados y todavía amenazados por los indígenas. Fue así como los mormones llegaron primero a Chihuahua (1885) y fundaron colonias, bautizadas con apellidos de sus benefactores políticos mexicanos: Juárez, Dublán, Díaz, Pacheco; tales asentamientos no fueron suficientes para contener el muy robusto flujo migratorio de “santos” polígamos, por lo que consiguieron permisos para establecerse en Sonora, en una zona distante 80 kms de la línea fronteriza entre México y Estados Unidos, aunque las leyes mexicanas prohibían que extranjeros adquirieran propiedades a menos de 20 leguas (111.45 kms) de la frontera.
Desafiando los abruptos riscos del Cañón del Púlpito, los mormones llegaron a Sonora, donde fundaron las colonias Oaxaca (1892), Morelos (1900) y San José (1909). Así pues, el noroeste de México garantizó aislamiento a los mormones polígamos, por ser poco poblado, y porque además tenía la ventaja de estar cerca de Estados Unidos. Se asentaron justamente en un espacio antiguamente disputado entre pimas, ópatas, apaches, janos y españoles, que para finales del siglo XIX quedó pacificado; era una zona de frontera que, precisamente por su peligrosidad y difícil geografía, resultó poco atractiva para la agricultura y la ganadería, por lo que también fue una región en la que se promovió el poblamiento por no indígenas desde la época de las reformas borbónicas.
Durante el Porfiriato la colonización se autorizó mediante contratos celebrados entre el gobierno federal y los particulares, quienes constituían compañías o empresas privadas, que obtenían gratuitamente o a “precio módico y pagadero en plazos amplios, los lotes de terreno necesario…” (p. 118). Para 1893 los mormones habían constituido la Compañía Mexicana de Colonización y Agricultura, que adquirió terrenos para establecer colonias agrícolas, mineras e industriales; el contrato estipulaba que en las colonias, 75% serían extranjeros y 25% mexicanos; quedaban exentos del servicio militar, pago de derechos de importación, pago de impuestos y derechos de exportación de la producción agrícola.
Además de compartir un área geográfica con características ecológicas similares, “las colonias mormonas constituían un sistema de comunidades cerradas culturalmente, con una fuerte interrelación entre ellas, sustentada en la unidad religiosa y la autosuficiencia económica” (p. 129). Colonia Morelos se estableció en el triángulo que forma la confluencia de los ríos Bavispe y Batepito justo en el sitio donde pocos años antes, en mayo de 1887, ocurrió un devastador terremoto. En 1901 Colonia Morelos adquirió la categoría de “barrio” (de acuerdo con su jurisdicción eclesiástica) y pudo contar con un obispo, que además de ser autoridad religiosa, tenía a su cargo la administración civil del pueblo. Si bien la población de la colonia aumentaba constantemente, nunca pasó de mil habitantes (p. 176).
Irene Ríos destaca en su historia el tema de la irrigación; una característica compartida por las colonias mormonas de la Sierra Madre Occidental de Sonora y Chihuahua fue la red de acequias y canales que corría paralela a las calles entre los caseríos, proporcionando irrigación a huertos y jardines; tal innovación tecnológica les permitió disponer de buenos pastos para el ganado y abundantes cosechas. En muy pocos años, informa la autora, los mormones de Colonia Morelos lograron hacer de ese páramo un vergel: su laboriosidad y enorme espíritu comunitario se volcaron a la creación de infraestructura de riego y la tierra pedregosa vio nacer cereales y frutas, además de albergar voluminosos hatos de ganado.
De igual manera, en esa pequeña comunidad los mormones establecieron prósperos comercios y molinos harineros, con cuya producción cubrían la demanda de una amplia zona que llegaba hasta Cumpas y Huachinera. Desarrollaron también otras actividades, como el servicio de transporte en convoyes de carretones tirados por mulas, en los que acarreaban mercancías a las comunidades vecinas y centros mineros; algunos arrieros mormones consiguieron contratos en las minas El Tigre y Nacozari para acarrear metal, antes del tendido de las vías férreas (p. 237).
En la comunidad no existían diferencias sociales, aunque no todos sus habitantes tuvieron el mismo nivel económico; todos cumplían una férrea disciplina en el trabajo y se mantuvieron fieles al “Orden Unido”. También destinaban tiempo para la diversión y en comunidad celebraban fiestas escolares en las que, a usanza de los planteles oficiales, se festejaba el 5 de mayo y el 16 de septiembre. Disfrutaban de “paseos en bote a la luz de la luna sobre las plácidas aguas del río Bavispe” (p. 279) y organizaban bailes al son de sus propios músicos, festejaban las navidades y eran muy buenos en el basquetbol, según la narración de Irene Ríos.
¿Cómo se enclavó Colonia Morelos en esa región de antiguos pueblos indígenas, ranchos y presidios? Un rasgo que se destaca fue su aislamiento: en tanto comunidad autosustentable, fue una especie de burbuja sin nexos con su entorno; mantenía relaciones con las colonias de Chihuahua y con los mormones de Arizona y Nuevo México; con los habitantes de Bavispe, Bacerac, Fronteras y otras comunidades cercanas nada tenían que ver. En Colonia Morelos tenían sus propias leyes, tradiciones y líderes.
Su escuela no formó parte de la tendencia educativa positivista y patriótica impulsada en el Porfiriato: los mormones no aceptaban profesores mexicanos, no hablaban español; no había burdeles, policías ni cárcel, no los necesitaban pues no se cometían delitos. A pesar de que no disponían de una oficina del Registro Civil, llevaron un puntual registro de nacimientos, matrimonios y defunciones. El gobierno civil estaba representado por un comisario, nombramiento que recayó en el líder religioso (carismático) de la comunidad; el obispo tenía la función de ser intermediario entre los colonos mormones y el Estado mexicano, ante quien garantizaban fidelidad y orden, así como el atractivo ofrecimiento de impulsar el desarrollo económico de la región.
Y efectivamente, los santos de los últimos días participaron activamente en el dinamismo económico que envolvió la frontera en la primera década del siglo XX. Lo hicieron porque así lo requería su comunidad: su necesidad de mantenerse comunicados con su país de origen hizo perentorio contar con caminos carreteros que unieran los pueblos con la frontera; por lo mismo promovieron la instalación de telégrafo y teléfono. Además de producir lo que necesitaban, cubrieron con sus excedentes agrícolas y ganaderos los requerimientos de los muy florecientes centros mineros del Porfiriato (El Tigre, Nacozari).
Pero esto fue posible gracias a que esa zona se había librado, finalmente, de la gran amenaza apache, que por dos centurias impidió en primer lugar el asentamiento de no indígenas en el área, y en segundo lugar, el aprovechamiento de los recursos naturales con fines capitalistas. Debe considerarse asimismo que, para cuando Colonia Morelos se fundó, el suroeste de Estados Unidos también se había consolidado: la frontera finalmente agarraba forma. Así pues, la exitosa participación económica de los mormones en ese contexto no fue cuestión nada más de su ética religiosa, sino de circunstancias históricas particulares.
Colonia Morelos aparentemente pasó desapercibida para los lugareños; en su indagación, Irene Ríos Figueroa no encontró rechazo a las “prácticas morales” de los mormones (p. 247), lo cual es perfectamente comprensible pues, en este escenario de frontera, de instituciones religiosas y políticas débiles, el orden social predominante no se ajustó a los rígidos cánones que marcaban leyes eclesiásticas y civiles, como lo han demostrado trabajos recientes.2
El rechazo de los sonorenses se expresó en el terreno económico; los mormones pronto controlaron el mercado regional, dominaron el sistema de transporte en esa difícil geografía, tuvieron el control de la comunicación telegráfica y guardaron, además, excelentes relaciones con la élite política del estado. El rechazo de los lugareños (particularmente de rancheros y comerciantes locales) se expresó en un atentado dinamitero al poblado (1908) y el incendio al molino harinero (1910), presagios de males mayores para los santos de los últimos días.
Los mormones de Colonia Morelos emprendieron de nuevo el éxodo en 1912; obligadamente fueron desarraigados del territorio del cual se estaban apropiando material y simbólicamente, pues la Colonia era punto estratégico en la ruta que transitaron maderistas, maytorenistas, orozquistas y carrancistas; la Revolución puso fin a un exitoso y próspero ejercicio colonizador llevado a cabo por extranjeros bajo una ética religiosa particular. La autora describe pormenorizadamente los ires y venires de bandos enemigos, el ambiente enrarecido ocasionado por las acciones militares y, sobre todo, el profundo interés de las facciones contendientes por asegurar el dominio de la frontera para conseguir armamento en Estados Unidos.
Como afirma Ríos Figueroa, “la mayor desventaja para los santos sonorenses fue que sus colonias se ubicaban sobre el mejor camino que comunicaba a Sonora con Chihuahua y que las tropas antagónicas durante la Revolución Mexicana escogieron para trasladarse entre ambas entidades” (p. 330). Las sucesivas ocupaciones de Colonia Morelos motivaron protestas generalizadas de los mormones pues los soldados agotaban sus víveres, practicaban el pillaje, se alojaban en casas particulares, violentaban la moral y ofendían a las mujeres.
Para agosto de 1912 la mayoría de los mormones había evacuado las colonias en Sonora; únicamente 25 hombres permanecieron haciendo guardia en Colonia Morelos para defenderla de los “colorados”, que habían causado enorme daño en las colonias de Chihuahua. Pascual Orozco fue vencido por Obregón en septiembre pero antes los “colorados” repartieron casas y terrenos de los mormones a mexicanos simpatizantes de su movimiento; una vez derrotado Orozco, se resistieron a devolver las propiedades. El asesinato de Madero en febrero de 1913 complicó la situación; la Colonia fue de nuevo escenario de guerra entre facciones militares adversarias; Carranza prometió apoyo a los mormones para que pudieran regresar a sus propiedades, pero la esperanza se esfumó para ellos en abril de 1914, cuando tropas de Estados Unidos desembarcaron en Veracruz.
Concluyó así el exitoso experimento colonizador practicado por los mormones en el extremo noreste de la frontera sonorense. Los gobiernos revolucionarios, fieles al espíritu agrario que la revolución carrancista se vio obligada a asumir, expresado en la Ley Agraria de 1915, formalizaron y extendieron la asignación de tierras en esta área. En enero de 1916 el gobernador y comandante militar Plutarco Elías Calles, mediante decreto, “facultó al comisario de policía de Colonia Morelos para que efectuara un reparto ordenado de los terrenos y lotes urbanos a los solicitantes que fueran llegando” (p. 394). Como último recurso para no perderlo todo, los colonos negociaron con el gobierno mexicano la venta de Colonia Morelos (14 000 has), lo que consiguieron. Sucesivos acuerdos presidenciales de 1923, 1926 y 1930 concedieron en usufructo esos terrenos a cerca de cien mexicanos solicitantes bajo la modalidad de colonia agrícola y ganadera, conservando su nombre original (p. 396).
La región geográfica donde se enclavó Colonia Morelos marca uno de los puntos vulnerables de la frontera novohispana desde el siglo XVIII; aparece como una barrera al avance del dominio español, que por el oeste llegó hasta Los Ángeles, en California, por el noroeste hasta Tucson, Arizona, y por el norte central hasta Santa Fe, Nuevo México. En la esquina noreste de los límites entre los actuales estados de Sonora y Chihuahua, la línea de presidios establecidos en Janos, Bavispe, Bacoachi y Fronteras delimitó el territorio del dominio colonial, disputado ante todo por apaches, a los que eventualmente se sumaron janos y pimas.
En las últimas décadas del siglo XIX los apaches fueron finalmente derrotados, dejando libre el espacio que por siglos habían disputado en la frontera de Sonora y Chihuahua, lo cual posibilitó el asentamiento de pobladores en el área, estimulados por el dinámico ritmo de la explotación minera, el tendido de vías férreas a ambos lados de la frontera y el rápido crecimiento demográfico de Arizona, que en 1912 fue reconocido como estado de la Unión Americana; en Sonora nacían dos nuevos poblados: Nogales (1882) y Agua Prieta (1899). En tal escenario, los colonos mormones contribuyeron a la consolidación de la frontera norte, pues se sumaron al proyecto de acumulación capitalista bajo la perspectiva de su ética religiosa.
El libro de Irene Ríos Figueroa muestra un ángulo más de la complejidad inherente al proceso histórico de definición de la frontera norte y estimula nuevas interrogantes; tal es el mérito de un buen trabajo de investigación histórica.
Notas
2 Amparo Angélica Reyes, Estrategias de organización y recomposición de las familias de la frontera durante la Guerra Apache, Sonora, 18521872, tesis de maestría en Ciencias Sociales, El Colegio de Sonora, 2012.